martes, 19 de abril de 2011

El diario de los Personas. Capítulo 1: mi viaje


-         Sé por lo que estás pasando, pero tienes que ser fuerte. Una situación así no se va a prolongar indefinidamente, te lo digo yo.-

La mujer se lleva la pequeña melena negra por detrás de la oreja. Es un gesto que yo conozco muy bien: lo hace siempre que está perdida en sus divagaciones. Aunque en este caso no me haría falta siquiera advertir aquella pequeña rutina gestual ya que ella mira su taza de café con ademán abatido y ausente.
Su rostro refleja un agotamiento extremo, típico de la gente con insomnio: tiene tales ojeras que resulta imposible taparlas ni con el mejor maquillaje, su expresión es vacía y triste, sin contar que ha adelgazado 10 kilos en tiempo récord. Cualquiera diría que unos meses atrás, cuando comenzó a trabajar en mi bufete, hacía que los hombres se peleasen por llevarla el café.

-         No lo hagas por ti si no quieres, hazlo por tu familia, por tu hija.-

En un principio hago un intento de cogerle la mano, pero la luz  matutina que se filtra por el ventanal del Starbucks hace refulgir las alianzas de oro que lucimos en nuestros anulares, llevándome a retroceder en mi acción por respeto a nuestros respectivos. Ambos nos quedamos en silencio, degustando el café de desorbitado tamaño, de precio aún más desorbitado, mientras contemplamos a los transeúntes pasar a través de este gran ventanal. Un centenar de rostros anónimos desfilando frente a nosotros, cada uno con su propia historia personal que contar.

-         Lo lamento. Hace poco que nos conocemos y ya te estoy cargando con mis problemas. Debes pensar que soy patética.- Me dice sin quitar la mirada del oscuro café.
-         No pasa nada, Teresa, estos deben ser momentos difíciles para ti. La muerte de alguien cercano no se supera así como así. Además nuestro trabajo quema mucho, no me extraña que tengas esas pesadillas que…-
-         ¡No son sólo pesadillas! – Dice con un tono decididamente alto, llamando momentáneamente la atención de los demás clientes – Lo siento. Pero es que tú no lo entiendes, nadie puede.-

El silencio vuelve a apoderarse por unos instantes de la conversación, hasta que decido abordar el asunto desde otra perspectiva y centrarme de nuevo en el significado de sus sueños.

El padre de Teresa, Julián, murió hará un par de semanas de un paro cardiaco. No era ningún mozalbete, pero tampoco un anciano, y apenas había degustado los placeres de de los 50 años. Era abogado y profesor de Derecho Civil en la universidad Carlos III de Madrid y el grado de admiración que sentía Teresa por él era tan intenso que eso la llevó a estudiar lo mismo y especializarse en la misma materia que su progenitor.
Desde su defunción, Teresa había sufrido unas extrañas pesadillas protagonizadas por su padre: era enterrado vivo,  tiroteado, desfallecía en mitad de la calle o caía desde una gran altura. Dada la peculiar naturaleza de esas “muertes”, tan distintas a como fue la suya en realidad, yo la sugerí que eso podía deberse a un falso sentimiento de culpabilidad. Esta era una teoría extraída de los diversos libros de psicología que había leído a lo largo de los años.

En esta mesa del Starbucks sigo intentando buscar las palabras adecuadas para ayudarla; y es que odio verla en un estado tan deprimente, sobretodo teniéndola en consideración como la mejor profesional del bufete. Comenzó a trabajar como abogada de la sección de Derecho Civil, especializada en Derechos de familia y sucesiones, con un currículo que puede ser tildado de excelente. La primera vez que la vi por los pasillos no me llamó demasiado la atención, me pareció la típica novata que no sabía ni encender la fotocopiadora.  
Sin embargo, en nuestra primera reunión, sobre el presupuesto destinado al área de Derecho Civil, me sorprendieron su motivación, resolución y empuje. Al final resultó que no era para nada la persona que su máscara reflejaba: es madre de una niña de 3 años, tiene un marido de origen Colombiano activista de derechos civiles de las minorías y además es fan del Bebop, un estilo de jazz muy poco conocido promovido en los 40 por Charlie Parker.

Ah, si, soy propietario del bufete en el que trabaja. Aunque a pesar de esto y de haber estudiado (más bien, sufrido) cinco años de Derecho en la universidad, siempre me apasionó más la psique humana, la psicología en general, pero mi padre dirigía uno de los mayores oficinas jurídicas de la ciudad y lo que se esperaba de mi era que yo continuase con la labor familiar.

Así es como gracias a las diversas presiones familiares pasé mis años de formación bajo el régimen más estricto: tardes con profesores particulares muy reputados, veranos en universidades extranjeras para completar mi currículo y noches salpicadas por las notas que flotaban desde el piano de cola marca Petrof que se disponía majestuosamente en el salón de nuestra gran casa. En ese ambiente de excelencia académica no cabía un pequeño margen para el error por mi parte.

No obstante, no tengo queja, ahora soy de los mejores abogados en materia Penal que existen en este país. Eso sí, sacrificando bastante mi vida personal: sólo tengo a una persona que puede ser tildado de amigo y en estos momentos está ejerciendo de diplomático en Irlanda.
Tengo mucho dinero, el cual no hago más que invertir ya que no soy una persona de gustos lujosos. Gasto lo justo para mi preciosa casa, mi precioso coche, mis preciosos trajes y mi preciosa mujer, una humilde actriz de películas de serie B.

Estaréis pensando que mi vida es bastante fría, sin apenas relación con nadie fuera de mi entorno, pero tampoco tengo necesidad de ampliar mi círculo. Hace años pude ver la verdadera cara de las personas, lo que se oculta detrás de esa gran máscara que suelen llevar la mayoría de los seres humanos para ser socialmente aceptados. Yo nunca fui así, nunca deseé serlo, quizás por eso nunca he podido entender al resto de seres humanos, siendo tildado por ellos de “raro”. Aunque siempre ha habido una extraña tendencia en la sociedad de tildar de “raro” a cualquiera cuya actitud no comprendan.

Volviendo mi mente al asunto que me ocupa, lo que más me gusta de Teresa es justo lo que más valoro en una persona: el hecho de no ocultar su verdadero yo. Por eso ella había conseguido que su jefe, o sea yo, la invitase a un café todas las mañanas antes de entrar a trabajar. Hazaña que nadie, excepto mi esposa, había conseguido antes.

-         Mira, en la otra mesa se han dejado un libro.- Suelta Teresa de improviso.

Ella se levanta en dirección a la mesa individual contigua, cogiendo el libro con ademán instintivo. No deja de parecerme un hecho curioso, suele ser una persona bastante reflexiva en todo lo que hace, es casi como si supiera que aquel libro estaría allí. Aun así, en ese momento yo no le doy  mayor importancia y sigo abstraído en mi cotidiana tarea de tomarme el café, aunque ella no tiene intención de dejar el libro en su lugar original y vuelve a sentarse mientras lo examina.

-         Qué curioso, parece una especie de diario. Fíjate, en la portada pone “Persona”.-

Al oír esa última palabra mi esófago se cierra de la sorpresa, dejando aquel líquido negruzco a medio tragar, haciéndome toser del esfuerzo de expulsarlo. He estado a punto de conseguir un suicidio involuntario, lo cual hubiera sido una noticia jugosa para mi competencia.

Ella no parece percatarse de la sorpresa que había manifestado segundos antes y sigue observando aquel diario. Hasta hoy pensé que nunca más volvería a ver ese extraño objeto, contenedor de verdades conscientes e inconscientes. Ese diario capaz de activar un sexto sentido que permite que los mortales alcancen un sueño ancestral que puede no resultar tan atractivo en la práctica: conocerse a uno mismo.

Ante su visión, sólo se me presenta un interrogante:

-         ¿Quién estaba sentado allí?-
-         Pues creo que una mujer mayor, pero no estoy segura.-

Teresa se muestra rara, como en un sueño, observando ese diario de arriba abajo, pasando las páginas una y otra vez, como si esperara encontrar algo dentro. Intento devolverla de nuevo a la realidad:

-         Igual todavía puedes alcanzar a la persona que lo dejó, deberías ir a mirar.-

Esta sugerencia parece caer en dique seco, ya que ella parece ausente. Aún así, no desisto.

-         Permíteme añadir que si no lo entregamos incurriríamos en un delito de apropiación indebida. Somos abogados, ¿recuerdas? La única manera en la que nos está permitido robar es a través de nuestros honorarios.-

Tras unos segundos, ella vuelve en sí, lo puedo notar por su mirada, tan centrada e intensa como siempre:

-         Sí, tienes razón. Igual no se ha alejado mucho. Ahora vuelvo.- dice levantándose rápidamente de su asiento.

El sonido de los pasos de sus tacones en el mármol, junto a la visión del diario negro en su mano izquierda, me hace retroceder en el tiempo de forma casi imperceptible. Esos pasos de tacón son sustituidos por otros de unos zapatos Martinelli en las baldosas del aeropuerto, acompañado por el típico bullicio que emana de él.

Era el Septiembre de 2001 y yo acababa de volver de hacer unos cursos de Derecho en una conocida universidad de Nueva York. Me dirigía  a casa tras comprobar con desilusión que mis padres no se acordaron de que hoy volvía a Madrid. Resultaba triste aguardar dos horas con tus maletas en el aeropuerto y que nadie apareciera para recogerte.

No fue la primera vez que pasaba: a los 12 años fui a un campamento de verano en California durante dos meses, tras los cuales llegué a Barajas de madrugada con una maleta más grande que yo. Nadie vino a buscarme y terminé pasando la noche en la terminal. A la mañana siguiente tomé la iniciativa y volví a casa en Metro. Al llegar a casa, mis padres me compensaron comprándome todo lo que les pedí durante un mes. Lástima que ese sentimiento de decepción y abandono que he acarreado desde entonces sea de lo poco que no pueden comprar.

Ese día, habiendo pasado 8 años, volvió a ocurrirme lo mismo, con la salvedad de que esta vez tuve suerte y pude coger el metro antes de que cerrara. Mientras esperaba uno de los últimos trenes, mi dolor de cabeza fue en aumento. A los pocos días de llegar a Nueva York comencé a tener una migraña horrible; no es algo que pudiera explicar, simplemente me levanté un día por la mañana y la tenía. Venía y se iba según su voluntad, lo cual me impedía dormir y, si tenía la suerte de echar una cabezada, me asaltaban unas extrañas pesadillas.

Gracias a Dios, tenía las aspirinas en el bolsillo de la chaqueta, así no tendría que abrir ni la mochila ni la maleta en mitad del andén. Saqué un par de píldoras y me las metí en la boca. Tristemente era un gesto que se había vuelto normal en mí. Así, y tras venir el tren, me embutí junto al resto de pasajeros en uno de los atestados vagones del metro. Esto no hizo sino agotarme más aún, por lo que me enfundé los cascos de mi iPod y me abandoné a los sonidos emitidos por el viejo Charlie Parker en su disco “Bebop & Bird”. Escuchar ese disco en aquella época hacia que mi corazón se llenase de nostalgia y dolor, sentimientos que pese a ser negativos, necesitaba sentir para recordar que aún era un ser humano.

Mi casa se encontraba en una zona residencial acomodada del norte de Madrid, bastante exclusiva, destinada a la clase alta tal y como se dilucidaba de los diversos campos de golf que la rodeaban. Era la típica zona que la gente de clase baja, como diría mi madre, llamaba despectivamente “barrio pijo”.
No me disgustaba vivir allí, aunque las comunicaciones dejaban mucho que  desear. Había una caminata bastante agotadora hasta llegar al hogar.

Tras abandonar el vagón, desenfundarme los cascos y salir del tubo del metro pude comprobar cómo la noche se mostraba tranquila y apacible, sin una sola ráfaga de viento. El paisaje emitía una sensación de silencio y oscuridad que me resultaba de alguna manera inquietante, como la calma que precede a la tormenta, lo cual achaqué en aquel momento a un sentimiento de nostalgia. Al fin y al cabo había pasado un par de meses fuera.

Tras salir de la calle principal, me encontré de frente con el parque Paradiso, el cual presentaba una particularidad que me llamó fuertemente la atención: estaba abierto. Por un lado me venía bien, ya que atajando a través de él me ahorraba 15 minutos, pero por otro me extrañó ver las puertas abiertas de par en par a esas horas de la madrugada.
No obstante, mi cansancio y mi migraña me impidieron pensar sobre ese suceso en particular; lo único que hice fue tomarme otra par de aspirinas e internarme en él.

El parque presentaba un camino de tierra en línea recta, acompañado por una serie de bancos de madera enfrentados a ambos lados del césped, todo ello bañado por la tenue luz de las esféricas farolas que se disponían en sucesión al lado de cada banco.

El silencio era la banda sonora que se emitía en aquel paraje, tan sólo acompañada por los leves sonidos de mis pasos en la fina arena y el ritmo constante de las ruedas de mi maleta sonando a mis espaldas.

Al cabo de un rato andando por aquel repetitivo paraje, algo comenzó a pasarme: me paré en seco en contra de mi voluntad. No sólo eso, sentí que mi vista se nublaba, que mis piernas se volvían flácidas y débiles, que mi respiración se entrecortaba y que comenzaban a pitarme los oídos. Mi vista se apagó, eliminado toda imagen de la escena, a la vez que podía sentir un inimaginable malestar recorriendo todo mi cuerpo, tras lo que se oyó un fuerte golpe, como si algo pesado hubiera golpeado el suelo.

Justo después de aquel sonido seco, pude volver a abrir los ojos, encontrándome todo como si nada hubiera pasado: mi maleta, mi mochila e incluso mi dolor de cabeza seguían en su sitio. La única diferencia respecto al pequeño ataque que segundos antes había sufrido era una ligera bruma que inundaba el ambiente, consecuencia de las horas oscuras y tardías en las que me movía.

Tras detenerme unos segundos para tomar aire y reponerme del extraño suceso proseguí mi marcha, internándome en la niebla que ambientaba mi camino a seguir. Según avanzaba pude notar que la niebla se había más densa y más intensa, limitando mí visión del paisaje a tan sólo los bancos, las luces y el camino de tierra.
Cuando comenzaba a encontrar intrigante la longitud del trayecto y la naturaleza de aquella densa bruma, encontré algo en el suelo que llamó poderosamente mi atención. Era un cuaderno de cuero negro dispuesto en medio del suelo. La curiosidad me pudo por lo que me acerqué, lo recogí y lo examiné. Sus hojas estaban completamente en blanco. Lo único que había escrito en él era el título en la portada con una extraña caligrafía: Persona

-         Bonito diario, jovencitos.- dijo una experimentada y anciana voz.

Esa voz logró sobresaltarme. Alzando instintivamente los ojos en la dirección del sonido, me encontré de frente con la figura de una persona sentada en el banco que había al lado izquierdo del camino. Era una mujer anciana de amplia nariz, envuelta en una gran túnica azul, la cual se apoyaba con ambas manos en un bastón de madera. No recordaba para nada haber visto a nadie antes de coger aquel “diario”, aunque tal era mi estado que no podía garantizar nada.

-         No es mío, lo acabo de encontrar.- Respondí resaltando lo obvio.
-         Oh, estoy segura de que es de uno de vosotros. Deberíais llevároslo.-

Aquella conversación resultaba bastante desconcertante, teniendo en cuenta que los únicos que nos encontrábamos allí éramos aquella anciana y yo.

-         ¿Por qué no miráis de nuevo?- Propuso mirándome fijamente a los ojos.

Me sorprendió a mí mismo el hecho de que sin acritud alguna volviese a mirar la primera página de aquel cuaderno, aunque no tanto como lo que encontré escrito dentro de él:

“No hay duda de que esta anciana está senil. No hay nadie aquí excepto ella y yo. Quizás debería llevarla a las autoridades y que la encierren en una residencia…”

Aquellas palabras estaban escritas con mi misma letra. La sorpresa hizo que diese un paso hacia atrás y levantase la vista hacia la misteriosa anciana; aunque para entonces ya no había nadie en aquel banco. Lo único que quedaba era su bastón de madera.

Todos aquellos acontecimientos eran demasiado para mi. Nunca había creído en lo parapsicológico, pero aquella situación era decididamente extraña, de modo que opté por dejarlo todo en aquel banco, cuaderno y bastón, y alejarme con paso apresurado con mi mochila y mi maleta a cuestas.
Me adentré de nuevo en la niebla, hasta que esta me permitió vislumbrar el siguiente banco en el que, con deliberada pretenciosidad, se disponían un cuaderno de cuero negro y un bastón de madera idénticos a los que había dejado atrás. Ese hecho me asustó aún más si cabe, de modo que apreté el paso hacia delante hasta que pasé dos, tres y hasta cuatro bancos parecidos, en los cuales en todos se disponían los mismos objetos.

Me paré, cogí aire y me dispuse a leer el cuaderno para comprobar que no estaba teniendo visiones. No cabía duda, era el mismo que había visto antes. Para zanjar el tema decidí cogerlo, no sin ciertas reservas, y seguir adelante. A medio camino, me di la vuelta para mirar el banco y comprobé que el bastón de madera había desaparecido.

La niebla se hizo más y más intensa a medida que avanzaba, hasta el punto de que no pude distinguir nada a mí alrededor, haciendo el avance mi única opción. De repente, choqué con algo, la niebla se dispersó inmediatamente permitiéndome ver un gran par de puertas de madera azul enfrente de mí. Desconcertado, di unos pasos hacia atrás para comprobar la estructura del edificio. Se trataba de un castillo de enormes proporciones rodeado de una gran bruma que tan sólo dejaba entrever su arquitectura y su ecléctico color azul. Dado el ambiente inundado por la bruma, no había otra solución que entrar; era como si alguien estuviera guiando mis pasos.

Cogí el pomo e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Justo cuando resignado iba a dar la vuelta para comprobar si existía otra entrada, del diario negro cayó una llave: era una llave azul con forma de mariposa. Era idéntica a la que pude ver una vez, sólo que no fue en este mundo. Probé mi suerte y metí la llave azul en la cerradura azul de aquellas puertas azules, para descubrir que encajaba. Al girar la llave, ambas puertas se abrieron con gran estruendo y todo fue rociado por una luz blanca, la cual iluminó todos los recovecos de mi oscuro ser.

Al cabo de unos segundos, de esa luz blanca emanó una canción a piano, muy tranquilizadora, acompañada por la potente voz de una soprano. A pesar de no poder ver nada, me sentía como en casa. Una sensación cálida y familiar.

-         Bienvenido a la sala del terciopelo azul.- dijo una voz conocida.

Al abrir los ojos pude comprobar la veracidad de su enunciado: era una amplia sala forrada enteramente de terciopelo azul, cuyo suave olor lo impregnaba todo, en la que no se disponía más que un piano cuyas teclas se tocaban solas a mi lado izquierdo, un espejo de cuerpo entero a mi lado derecho y en el centro una mesa azul acompañada por un par de sillas del mismo color que ocupábamos yo y mi misteriosa anfitriona, la anciana del banco.

Enfrente de mí, en la mesa, descubrí el misterioso cuaderno negro, pero no había rastro de mi equipaje. No obstante, había algo que me hizo olvidar este hecho: al lado de la misteriosa anciana, se disponía alguien extremadamente conocido. Era yo ataviado con un perfecto traje negro de tres piezas y camisa blanca adornada con una corbata de seda del mismo color. Pero, ¿si aquel era yo? ¿Quién era yo?

Con rapidez miré a mi derecha en dirección al espejo para comprobar con horror que no tenía rostro. Este había desaparecido y en su lugar se presentaba una careta oscura. Sin embargo, pese a mi perplejidad, todo aquello parecía una especie de profecía que se cumplía.

-         En este lugar, no podrás esconder tu verdadero ser.-

Una profecía que encerraba una verdad evidente, pero incómoda.

-         Tu perdiste hace tiempo tu yo mismo y por eso no te reconoces.-

Una verdad incómoda y, por lo tanto, rechazable.

-         Estás aquí porque se te ha dado la rara oportunidad de elegir, joven: atravesar la puerta de tu subconsciente e intentar encontrarte a ti mismo o vagar de forma indefinida en las tinieblas de las que procedes. Escoge con cuidado, ya que en cada elección apreciarás ambas caras de la moneda.-

Mirando de nuevo a la anciana pude observar cómo, detrás de ella, se disponía una puerta rodeada por un montón de máscaras con el rostro de diversas personas. Todas ellas eran de gente que significaban algo para mí: estaban mi padre, mi madre, María, Lucas,… aunque de todas ellas me llamó la atención la de la pequeña Nanako. Me quedé un rato observándolas.

-         Todas esas máscaras son tú, y tú eres todas ellas. Tu yo mismo se compone de muchas máscaras, aunque para encontrar la verdadera, la que te define, deberás reunirlas todas. Esas máscaras son tus personas o personalidades. No cometas el error de huir de ellas, acéptalas como parte de ti, o refúgiate en la fría soledad del vacío. Un vacío que no conseguirás llenar con ningún objeto físico.-

Yo ya había visto todo esta elección en los sueños que me asaltaban en Nueva York: me encontraba en el centro de una gran habitación blanca. Mis padres estaban en el lado derecho sujetando una puerta y María estaba en el lado izquierdo sujetando otra. La pequeña Nanako estaba conmigo, cogida de mi mano, mientras me mostraba dos llaves: una de plomo y otra con forma de mariposa. Sabía que, dependiendo de la que eligiera, se me abriría una puerta u otra. La gran pega era que siempre me despertaba antes de la elección, pero ahora me era posible continuar la historia.

Con precaución me levanté cogiendo el diario, al que a partir de entonces llamaría “diario de los personas”, e hice ademán de ir en dirección a la puerta a sus espaldas; pero ella levantó la mano para detenerme, volviéndome a sentar de nuevo.

-         Antes de irte, deberás escoger tres cartas que decidirán tu destino. Detrás de cada una de ellas pueden encontrarse o bien tu salvación o bien tu perdición.-

Con un chasquido de dedos de mí, o sea de la persona que estaba al lado de la anciana, descendieron del cielo 22 cartas postradas boca abajo en fila de 3, excepto la primera, que formaba una especie de cúspide. No me detuve mucho tiempo a escoger y lo hice prácticamente por intuición: las penúltimas de las tres filas. Con un giro de muñeca en el aire la anciana dio la vuelta a las cartas elegidas, desapareciendo el resto.

-         Interesante. El enamorado, la muerte y el juicio. Estas cartas demuestran claramente tu verdadero ser. Puede que tu sitio no esté aquí, después de todo.-

Me metí las tres cartas en el bolsillo y yo, es decir el ayudante de la anciana, chasqueé los dedos, tras lo que apareció un gigantesco reloj de pared que cubría todo el techo; sus agujas comenzaron a girar rápidamente. Empezaba a sentirme desaparecer.

-         Recuerda esto, joven: cuando no sepas quién eres, escucha a tu alma. En los versos de su poema encontrarás tu verdadero yo.-

Y así, una potente luz blanca me envolvió de nuevo, haciéndome desfallecer una vez más.






[El verdadero viaje comenzará la semana que viene con el Capítulo 2]

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