sábado, 1 de febrero de 2014

Mi querida Tina

Mi querida Tina: no sé cuantas horas llevo dando vueltas por esta casa que fue, hace años, el único hogar que tuve. Ahora es tan sólo la morada de recuerdos de personas ya difuntas.

Apoyado junto al ventanal, sintiendo en mi piel su frío tacto, miro al gris exterior: gotas cayendo con sonoro tesón en el jardín, golpeando los restos del parquecito en el que tú y yo solíamos jugar en las numerosas ocasiones que venías a visitarme.

Mí juguetona Tina: con el paso de los años cada vez he ido olvidando más y más tu rostro. El tiempo no perdona siquiera a los recuerdos, los cuales fluyen estancados en mí, como la corriente de un río obstruida por un molesto peñasco. La desaparición de mis seres queridos no ayuda a este respecto, haciéndome sentir como si fuera el único actor vivo de una película de cine clásico.

Pero ahora estoy aquí, Tina, he vuelto al pueblo después de todos estos años tras la muerte de mis padres para dar uno de los conciertos más importantes de mi vida, todo gracias a tu sobrino. Estoy emocionado. La idea de volver a verte me llena de un júbilo e impaciencia propia de un niño el día de nochebuena.

Separándome del frío vidrio, me percato con sorpresa de la ligera fotografía que sostiene mi mano izquierda. Mirándola con la extrañeza de no recordar cómo ha llegado hasta ahí, la observo detenidamente, inundándome la vista con los colores de la escena veraniega que me proyecta, en la que aparecemos tú y yo. Se trata del verano en el que, acabado el instituto, me marché a la gran ciudad para estudiar en el conservatorio.

Intentado no hundirme en los recuerdos, decido no perder más tiempo en divagaciones y me dirijo al piano para un  último repaso del repertorio que deberé presentar ante la audiencia, dejando la foto encima del mismo.

Al sentarme en la suave butaca del piano, dejar caer mis dedos sobre el frío marfil y mirar hacia arriba me encuentro cara a cara con la foto de nuevo; tu rostro sonriente en la misma dispara, de forma inexplicable, una frase en mi interior:

 
“¿Tocamos juntos?”
 

Ante el recuerdo de esa frase en mi interior, los dedos de mi mano derecha tocan, por voluntad propia, un acorde familiar, que no logro identificar, destacándose por ser un sonido rítmico, ni demasiado rápido, ni lento, ni agudo, ni grave.

“Este sonido lo he escuchado antes”, me dice mi cerebro. “No querrías recordarlo”, me dice mi corazón.

Sé que es relevante para mí, pero la sensación que recorre mi cuerpo es un contraste entre la curiosidad por saber de dónde procede aquel sonido y el no querer hacerlo por algún motivo.

Antes de poder continuar la melodía con mi mano izquierda, la alarma de mi móvil suena, advirtiéndome de que he de partir hacia el concierto.

Levantándome con paso apresurado me dirijo hacia la puerta, no sin antes mirar, por última vez, la imagen del piano con aquella foto encima, con ademán de desearme suerte en mi empresa.

Encaminándome hacia mi destino, con el repicoteo de mis zapatos en los adoquines del suelo y la fina lluvia como mis únicos acompañantes, no paro de pensar en las notas que acababa de tocar. ¿De dónde procedían? ¿Por qué tengo esa sensación de no querer una respuesta a esa pregunta?

El piano ha sido mi vida entera, mi única ocupación, mi único amante, mi única familia desde que la mía falleció. En todos estos años no me ha venido a la mente un acorde así, ¿por qué ahora?

Mi tozuda Tina: si pienso en el piano, pienso en ti.

Aún recuerdo la primera vez que te vi tocarlo. Mi estrechez de miras fue lo que me hizo sorprenderme cuando descubrí que tú, una niña a la que la gracia divina le había negado el don de la vista, tocaba con una habilidad digna de los grandes maestros. Todos te dijeron que serías incapaz, pero tú, como siempre hiciste, les demostraste que estaban equivocados.

 Nunca olvidaré la sorpresa que notaste en mis palabras cuando te pregunté por el piano y tú, en lugar de enfadarte, soltaste una simple frase:


- “¿Tocamos juntos?”-

 

Sí, ahora lo recuerdo. Esa frase la decías a menudo. Aún así no explica el por qué me viene a la mente ese extraño acorde. ¿Acaso tiene que ver contigo? ¿Es una canción que tocamos juntos?

Mi paciente Tina: a pesar de mi falta evidente de coordinación para la música, tú no cejaste en tu enseñanza. Siendo un año menor, demostrabas una paciencia digna de un viejo sabio hacia aquel muchacho de 7 años que navegaba erróneamente a través de las teclas negras y blancas de aquel instrumento. Tocar juntos se convirtió en una actividad habitual para ambos y, pasados los años, yo componía canciones y tú las tocabas. Mentiría si no dijese que fue mi afán por impresionarte lo que me llevó a estar horas y horas superando mi frustración hasta tocar las teclas correctas.

Entre divagaciones varias llego a mi destino. Subo las escaleras de aquella vieja casa y llamo con los nudillos. Una mujer de mediana edad me saluda con una sonrisa y me hace pasar. No necesito que me dirija, desde mi más tierna infancia he conocido la estructura de esta casa como si fuera la mía propia. En el salón, un gran número de gente espera paciente en sus sillas enfrente y alrededor del mastodóntico piano de cola que, con la elegancia digna de una majestuosa ave, se sitúa en el centro.

Sin mediar palabra, y no teniendo más ojos que para el piano que tantos buenos momentos me proporcionó con mi vieja amiga, me siento.

Entonces, ocurre.

El tacto de la butaca de piel, la peculiar forma del relieve del piano visto desde el frente, el olor de la madera,… aunque no es sólo estos detalles lo que me hacen recordar, sino la imagen que se extiende más allá de esta habitación. Desde el ventanal puedo divisar el patio trasero, en el que se encuentra el embarcadero.

Mi amada Tina: ahora lo recuerdo. Lo recuerdo todo.

Empiezo a tocar los acordes de esa canción. Empiezo a tocar “hacia la luna”.

Mi mañosa Tina: mientras toco en tu casa la canción que te compuse hace tantos años, los recuerdos comienzan a fluir en mí. Como si de un croma de cine se tratase, el exterior del embarcadero cambia y nos veo a ti y a mi en la oscuridad de la noche, bañados por la luna llena y las múltiples estrellas que la guardan.

-         Las estrellas son tan brillantes esta noche…- Dice el joven.

-         ¿En serio? Ojalá pudiese verlas.-

 
Ante el comentario, el joven se da cuenta de lo errado de su comentario. Sin embargo, a los pocos segundos se pode de pie, lleno de determinación:

-         ¡Yo haré que veas la luna, Tina! ¡Crearé una canción que hará que te sientas como si la estuvieses viendo!

 
La muchacha sonríe ante la idea.

-         Ayer le dije a mi madre que quiero ser pianista profesional. Si me creas una canción, podría usarla para los exámenes de acceso al conservatorio.-

 
El silencio se apodera de la escena mientras el joven se toma unos momentos para pensar.

-         ¡Qué buena idea! ¡Yo también iré al conservatorio! Así yo podré ser compositor y tú tocar las canciones.

Los dos jóvenes sonríen ante la idea.

-         Entonces, ¿Tocamos juntos?- Pregunta la muchacha.

-         Tocamos juntos, Tina.-

 
Con esa última frase, la canción que toco llega a su fin, recobrando el exterior su grisácea apariencia. No obstante, apenas puedo percibirlo, ya que las lágrimas fluyen en torrente desde mis ojos hacia el precioso marfil.

Mi resplandeciente Tina: a unos meses de poder realizar las pruebas de acceso al conservatorio, tu luz se extinguió por la imprudencia de un conductor borracho. Ahora yo creo obras para mí mismo, sin que tú puedas tocarlas.

Sin embargo, me gusta pensar que estás conmigo a cada concierto que doy.

Me gusta pensar que, durante los escasos minutos que dura cada canción, seguimos aquí, en esta butaca, tocando juntos.

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